Lima, un recorrido secreto

Iván Farías
13 min readMay 6, 2020

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Por Iván Farías

Para todos, Callao era el territorio prohibido, el lugar al cual no acercarse. En los sitios de internet donde leía sobre Lima recomendaban no ir a Callao. Un taxista que nos llevó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, un exmilitar metido a conductor, nos advirtió enfáticamente que en Callao todos venden droga. En blog de una pareja de españoles leí que les habían recomendado visitar un sitio en Callao, pero que los locales les pidieron que no fueran.

Por suerte, el primer conductor, el que nos sacó del aeropuerto, había nacido ahí. Era un tipo robusto, como de cincuenta años, de cabello cano cortito, con un tono de voz envidiable, como de narrador de fútbol. Cuando supo que éramos mexicanos esbozó una sonrisa que pude ver en el espejo retrovisor. Ese gusto por ver mexicanos sería una constante. Nos explicó que aunque Callao y Lima comparten la misma zona metropolitana, jurídicamente son dos provincias separadas, cada una con su gobernador y leyes distintas, cosa que ha hecho que ambas ciudades tengan una rivalidad arcaica.

Los oriundos de Callao son llamados chalacos porque, según el conductor, significa costa en quechua. Aunque investigando, filólogos e historiadores especifican que en realidad proviene del portugués y se podría traducir como guijarro. Esto cobra sentido cuando uno ve que no hay arena en las playas, sino piedras redondas que hacen que la gente que se baña en esas costas se meta con calzado especial al agua. Claro, depende donde vivas, los surfers que cada tarde van de sus casas de AirBnb al mar, utilizan plantillas especiales; los humildes chalacos y sus hijos se meten con zapatos viejos, zapatos que producen un peculiar sonido al expulsar el agua.

Los chalacos fueron los primeros que se opusieron a la colonia española. Se dice que su característica forma de brindar gritando Chin pum, ¡Callao!, proviene del ruido que hacían los cañones al dispararse. Es decir, algo así como el shiii del fuego corriendo por la mecha, luego el ¡pum! de la munición explotando y el grito de ¡Callao! como símbolo de haber volado algo en territorio enemigo. En los bares la gente, no siempre, puede hacer ese brindis y gritarlo varias veces.

Cebiche con b

Perú, pero en especial Lima, vive desde hace mucho un auge turístico sin igual. Su gastronomía se ha posicionado en el mundo como una de las más buscadas, incluso dos restaurantes limeños se han colado en la parte alta de la prestigiosa lista anual The World’s 50 Best Restaurants; El Central en el sexto y Maido en el décimo lugar. El cebiche peruano, que se escribe con B y no con v, como el nuestro, era el plato al cual le íbamos a hacer honores en nuestra primera cena. Picanterías o pulperías le dice la gente común le dice a los lugares donde se venden platos de pescado, así que decidimos buscar una picantería para la cena.

Este plato está generalmente elaborado con una base de jugo limón, ají rojo (un tipo de chile que SÍ pica), cilantro fresco y pescado de calidad, aunque también pueden utilizarse camarones, pulpo y cualquier otra variedad de mariscos. A la base le dicen Leche de tigre y la receta es tan variable como cocineros hay, lo mismo lo hacen con leche, jugo de coco, jengibre, entro otras muchas variaciones. Todo se acompaña con granos de maíz cocido en una cama de lechuga y camote frito.

Nosotros lo comimos a una cuadra del Maido, en la misma zona exclusiva llamada Miraflores, fue una delicia. Sin embargo, el plato es algo común para el peruano, quien lo prepara en fiestas los domingos, justo para curarse la cruda y beber cervezas con los amigos. Así como los mexicanos preguntamos si se va hacer la carnita asada, los peruanos preguntan por si se va a hacer el cebiche. En un autobús escuchamos a un señor hablar con alguien por celular, mientras le contaba que traía una cruda terrible, razón por la cual iba a hacer un “cebichito” en la casa y lo estaba invitando. Estaba a punto de preguntarle dónde sería pero la mirada seria de mi pareja me lo impidió.

Mi esposa y yo decidimos buscar un restaurante donde comieran los limeños, por lo que nos dimos a la tarea de preguntar por el mejor sitio. Luego de una breve pesquisa nos recomendaron el Sara Sara. Cuando le preguntamos a un taxista, este le marcó a su esposa para preguntarle por el nombre del lugar. La mujer, supongo emocionada, le dijo que si la iba a llevar, pero él respondió cínico. “No, que va, es para unos clientes”.

El sitio es famoso dentro de ciertos grupos, ha tenido reportajes en la televisión local, Frecuencia latina y visitas de yotubers incas. ¡Incluso había sido visitado por la selección peruana! Cuando fue, causó un gran alboroto, con los hinchas gritando por todo el sitio. Fue fundado por un ayacuchano, por tal razón lo nombró como el volcán más famoso de aquellas latitudes, el Sara Sara. Para llegar a él debimos subir y bajar de tres transportes públicos, nos negábamos a ser turistas comunes que ven desde el auto de alquiler el lugar que vistan. Estaba dentro de un mercado, en la calle de Faucett, en pleno Callao… ¡el lugar al que no debíamos acercarnos!

Se notaba que cuando fue abierto hace más de 35 años ocupaba un solo local, hoy en día se ha extendido a tres, contando uno donde está la cocina, y otro que tiene un segundo piso. Las porciones aquí eran visiblemente más abundantes que en Miraflores y eso que allá ya eran grandes. Sin embargo, había algo, tal vez la elección criolla y poco refinada de los ingredientes, tal vez las diferentes cocciones, tal vez la música salsa de fondo que se confundía con los gritos de los vendedores, que le otorgaban un gusto más auténtico y delicioso.

Queirolo y Hora Zero

Perú y México comparten una misma obsesión, la comida. Para el peruano la comida es signo de identidad, tan es así que puedes quejarte de cualquier cosa del sentir nacional, pero te matan si ofendes su gastronomía. Si no pregúntenle a Iván Thays, un escritor andino, que se le ocurrió hablar mal de ella y fue amenazado por todo el país, con cocineros blandiendo cuchillos.

La cocina peruana es una mezcla de sus raíces indígenas, españolas con las provenientes de la inmigración china, japonesa y una muy oculta, la italiana. Su arroz con mariscos mantiene la consistencia de un risotto y siempre hay en las cartas algún tallarín fresco. Junto a los españoles y los japoneses, también menudean los apellidos italianos. Uno de los más recurrentes es el Queirolo.

El patriarca de ellos, Don Santiago Queirolo Raggio, llegó de Génova alrededor del año 1877. Quién sabe por qué razones del destino, una parte de la familia fundó la llamada antigua Taberna Queirolo, en el distrito de Pueblo Libre, en 1880. Mientras otra creó, ya entrados en el siglo XX, la Bodega Queirolo, en pleno centro limeño. Les pregunté pero nadie me quiso explicar cuál era la razón. A mi parecer, ambos lugares compiten y tienen cierta animadversión. Bodega en limeño, es tienda de abarrotes, por cierto.

Si bien la Antigua taberna es un gran lugar, muy divertido, lleno de jóvenes y mucha charla, el lugar del centro fue mi preferido. Esta preferencia se debía tal vez porque parecía una cantina como las que los inmigrantes españoles fundaron en nuestro país en los años cuarenta. Comparten cosas en común, una barra de madera, vinos a la vista y comida para acompañar el trago y la plática. El sitio está detenido, literalmente en el tiempo. El administrador del lugar Iván Pacheco Queirolo, tercera generación de los fundadores, nos dijo que había querido hacer reformas pero que sus familiares y el público se lo impidieron. También nos explicó que servían comida criolla limeña, ni gourmet o internacional. Lo básico son las sanguches, especie de tortas, hechas de un pan muy parecido a la telera, pero más consistente. Estos pueden ser de jamón, uno muy distinto al jamón cocido o común que comemos en México, chicharrón, que son una especie de carnitas. El sanguche clásico es el de queso, solo que andino, un manchego más grasoso y tal vez más rico. El resto de la comida incluye cebiche (no podía ser de otra forma), tiraditos, una especie de cebiche pero más pequeño, y guisos de papas, verdadera piedra angular de la comida peruana.

Como nos explicó Pacheco Queirolo, la cantina ha visto recorrer las diferentes etapas del país durante el siglo XX, la del racismo y clasismo, en el que los obreros y negros debían sentarse en la parte trasera del lugar además de entrar por una puerta lateral, mientras la aristocracia ocupaba los lugares del frente; pasando por el tiempo en que ninguna mujer podía frecuentar los sitios donde se expendían bebidas alcohólicas; amen de las dictaduras, el terrorismo y la enorme recesión de los años 90. Durante esa época, nos confesó, que los negocios que tenían 30 mesas llenas, pasaron a tener un par nada más. La crisis fue tal que incluso los meseros renunciaron a gran parte de su salario con tal de tener trabajo y completar el ingreso con las propinas.

El administrador me contó en una breve entrevista, que deseaba que el lugar fuera real, no artificial: “En todos esos años no ha tenido ninguna innovación, tiene el mismo color de paredes, la misma filosofía. Casi creo que hicimos escuela. Los cocineros que teníamos acá se han ido para crecer en restaurante más grandes”.

Por este sito han pasado lo mismo presidentes como Fujimorí o Alan García (el palacio de gobierno queda a pocas calles), que gente como Manú chao y gran parte de la vida política e intelectual del país. El movimiento literario Hora Zero sería fundado entre las mesas del Queirolo. Un trasunto de ellos aparecen en la novela Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño y son llamados “realvisceralistas”.

Vivir y morir en Lima

Cuando uno nace en México aprende que la vida no vale nada, no vale nada la vida. En Perú no es tan así, pero también comparte un gusto por los rituales funerarios festivos, aunque con sus obvias particularidades. Desde el virreinato hasta el siglo XIX, momento en que se logra la independencia del país, la gente era enterrada en las iglesias, sin embargo en 1808 se crea el Cementerio General “Presbítero Matías Maestro”, una enorme ciudad de muertos con carácter civil. Hasta 1821, año en que José de San Martín prohibió las criptas en los recintos religiosos, las clases privilegiadas eran enterradas en la Basílica y Convento de San Francisco de Lima.

La muerte en cualquiera de sus representaciones, es un tema que me obsesiona. Al enterarme que en Lima había una serie de criptas subterráneas, donde enterraron a 30 mil personas, de inmediato estuvo en mi lista de lugares a visitar. La guía, una chica de alrededor de 20 años, morena, y bajita, nos explicó que terminantemente estaban prohibidas las fotos. También nos dijo que no eran catacumbas, sino criptas y que si decidíamos utilizar ese nombre nos estábamos equivocando. Éramos un grupo compacto de tres canadienses (sus ropas deportivas con la bandera de su país los delataban), cinco gringos viejos, con una chico que fungió de traductor de una norteamericana que pasaba de los sesenta años.

La iglesia por arriba era similar a muchas de Latinoamérica, y más si se trata de la orden franciscana, que seguía ciertas reglas de construcción y de adorno. La chica que nos explicaba el recorrido no tenía el sonsonete de cansancio que le imprimimos en México cuando hemos dicho lo mismo una y otra vez en los recorridos (esta es la historia del callejón del beso, dicen los niños guanajuatenses aburridos de narra la leyenda). Lo que ella nos contaba era repetido en inglés por el chico que convertía a su idioma y entender lo que decía la mujer. Cuando hablaba de un santo, él decía Yisus o God, cuando explicaba que tal cuadro era atribuido a Zurbarán, el tipo le decía que era de un pintor español. Todo el recorrido tuvimos que oír su traducción, porque parecía que lo hacía para todos, como si lo hubiéramos contratado.

Al momento de descender en las criptas encontramos un laberinto de túneles repleto de cráneos, fémures, tibias y trozos de huesos varios. Los arqueólogos que trabajan desde finales de los años cuarenta del siglo XX, habían ido ordenando en montones los cadáveres para tener una idea de cuanta gente había sido enterrada. La cantidad de cuerpos era tanta que incluso los féretros eran apilados uno tras otro en las criptas y sellados con ladrillo, cal y canto, además de bañar en cal viva los cuerpos. Pese a estas previsiones, la descomposición de los cadáveres despedía fuertes olores que escapaban hasta la iglesia, por lo que ponían grandes incienceros con la intención de ocultar el hedor. Debió ser muy grotesco estar rezando por la memoria de un familiar mientras el olor de su cuerpo descomponiéndose te picaba en la nariz.

Una ciudad de muertos

El Cementerio General “Presbítero Matías Maestro” está en la periferia de Lima, en una de las zonas menos privilegiadas de la ciudad. La manera más directa de llegar es desde el centro y de ahí tomar un taxi o subir al tren y bajarse en la estación Ángel. Yo hice esto último. Eran cerca de la una de la tarde y en esa parte de la urbe el viento acarrea una tierra bastante peculiar, casi rojiza, que ensucia las azoteas y ventanas de los edificios, dándoles una tonalidad parda. Uno sale de Miraflores y observa como las edificaciones se descomponen, como la riqueza va disminuyendo y la pobreza aflorando.

A la puerta del cementerio, después de una reja proveniente del siglo XIX, hay un par de carrozas funerarias de mediados del siglo pasado. Luego uno baja unas escaleras y te encuentras con un museo de sitio que explica la historia del lugar y los ritos funerarios. Pero nada te prepara para lo que encontrarás apenas subes y bajas unas escaleras. Distribuidas en unos muros enormes, de poco más de cuatro metros de alto y varios de largo, hay decenas de criptas. Cerradas con lápidas de mármol, que pueden tener sencillos grabados como una cruz, el nombre del difunto y las fechas de nacimiento y muerte, o estar llenas de colores, con globos y flores secas, estar escritas en ideogramas chinos o japoneses, o hasta incluir fotograbados. Esos detalles rompen la monotonía del lugar.

Hay quien dice que la muerte nos iguala a todos, pero entre las tumbas, también hay diferencias. Según me contaron algunos trabajadores, el cementerio debería inaugurarse con un difunto famoso, que en este caso sería el arzobispo español Juan Domingo González de la Reguera. Sin embargo, el pintor Francisco Acosta tuvo un accidente durante la construcción y murió ahí mismo. Las autoridades decidieron esconder el cuerpo y sacarlo una vez que el arzobispo tuviera cristiana sepultura.

Si bien no tiene la suntuosidad del cementerio de la Recoleta en Buenos Aires, se nota que tuvo un gran esplendor, aunque hoy está medio olvidado y en mantenimiento. Varios de los sepulcros dedicados a héroes patrios y gente de la burguesía le dan al sitio un encanto de museo macabro. La edificación más grande corresponde a la Cripta de los héroes, un mausoleo enorme, parecido a una iglesia, que reúne 234 nichos con igual número de cadáveres.

A esa hora del día había pocos visitantes, pero según me contaron los trabajadores hay visitas guiadas nocturnas en las que se cuenta la historia del lugar. Un cementerio similar, aunque más pequeño, en Iquitos, en la Amazonía peruana, fue locación de una película inca de terror, en la que un grupo de muchachos sufrían una maldición. Esta cinta causó un boom de películas de miedo nunca antes visto en el país.

Antes de salir, luego de casi dos horas de caminar, decidí buscar la tumba de José Carlos Mariátegui, un escritor y militante marxista peruano. Le pregunté a uno de los cuidadores si me podía decir donde estaba enterrado. “Es la piedrota esa, la que no tiene cruz”. Efectivamente era un montículo de granito sin ningún tipo de señas católicas, diseñado por el arquitecto Eduardo Gastelu Macho. La tumba solamente tiene una frase de Henri Barbusse: “¿Sabeis quién es Mariategui? Pues bien, es una nueva luz en América, el prototipo del nuevo hombre americano”.

El daño que hemos hecho

Lo mejor de los viajes es platicar con los locales sobre nuestras diferencias, si es al lado de una cerveza Cuzqueña y con amigos es mucho mejor. Martín Roldan, hincha a muerte del Alianza Lima, el club más popular, y autor de Generación cochebomba, novela de culto en el Perú, me contó que conocen a México por las películas de la edad de oro, las telenovelas y claro, por el Chavo del 8. El Hotel Bolívar, una mole enorme en pleno centro, presume entre sus visitantes distinguidos lo mismo a Cantinflas y Pedro Infante, que Armando Manzanero y Carlos Santana.

Pero sin duda El chavo del 8 ha creado todo un mundo de significantes que uno no logra entender del todo. Es como si un día dejaras un plato de comida en el refrigerador y cuando te volvieras a acordar de él ya hubiera cobrado vida propia. Gracias a Chespirito y su troupe actoral, es más sencillo explicar las pequeñas diferencias entre México y el Perú, pero también sus coincidencias. Durante la charla en el Queirolo, varias veces se escuchó el Ah, es como cuando el Chavo hace esto o lo otro, de Martín. Lo que sorprendió es que yo no recordaba que el Señor Barriga era del Monterrey y don Ramón del Necaxa.

Advertido por un amigo, no utilicé la palabra pedo en ninguna de sus acepciones, a riesgo de ser tildado de escatológico. Claro, con la borrachera encima traté de explicarle a Martín las diferentes acepciones de esa palabra en México. Luego de algunas risas, me contó una anécdota bastante esclarecedora de la relación México-Perú, es decir, como ellos nos conocen y nosotros renegamos de Sudamérica. En el momento de más fama de Thalía, justo cuando su trilogía de las Marías rompía records en todo el mundo, fue a Lima, la entrevistaron en un late show. Había tanta gente afuera de la televisora que la cantante decidió salir a un balcón que daba a la calle y saludar a sus seguidores. Inocente, sin conocer los juegos del lenguaje, dijo: si me tiro, ¿me cachan?

La gente enfebrecida dijo que sí, principalmente los hombres que la veían con deseo. La conductora le quitó el micrófono y la metió al estudio. Cachar, en caló limeño significa en términos llanos, coger.

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Iván Farías

Escritor y cinéfago. Articulista en Playboy. Writer and columnist in Playboy.